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otro comienzo del mismo fin

por Germán Ávila
Respecto a la muerte de Jorge Briceño, el mono Jojoy o como se le quiera llamar a estas alturas, la cantidad de cosas que se ha dicho es tanta que como de costumbre se desdibuja la verdad y se han producido reacciones verdaderamente vergonzosas.


Es innegable que este es un país morboso y que hipócritamente disfruta las obscenidades que la realidad regala a los paladares que mantienen saludables los bolsillos de las réplicas locales del periódico El Espacio o el patrullero de RCN, estos últimos sólo como sencillas muestras del gusto creciente por lo grotesco y amarillo de la información en Colombia.
Ése mismo caldo rebosa hoy (de nuevo) los labios de los padres de la patria y sus guardianes al regodearse con un montón de cadáveres, comportamiento comparable sólo con el de los animales que viven de la carroña, con el perdón claro, de hienas, buitres y gusanos que lo hacen para sobrevivir en la naturaleza y no con el gusto por la sangre que hincha el ego por encima del ser humano de nuestros prohombres de medallas al pecho.

El gobierno colombiano en el campo militar prioriza la muerte sobre la captura o la reducción táctica de los combatientes, lo que ocurrió con Jojoy y otros comandantes guerrilleros, a excepción de Marulanda, muestra que la eufemísticamente llamada “baja” es el único sinónimo de la victoria para las Fuerzas Armadas; todo el despliegue de inteligencia y tecnología al servicio del estado en la batalla está al servicio exclusivo de la muerte y a ese servicio responden con lo que sea, como sea. Pagan en efectivo por cadáveres desmembrados, bombardean territorio extranjero o ejecutan a los rendidos como en el caso de Mariana Paz, los combatientes que acompañaban a Raúl Reyes o varios guerrilleros capturados vivos y luego ejecutados en Arauca este año.
Ésa es la lógica de la guerra en Colombia y la parte que más expresa los métodos irregulares de combate históricamente ha sido el estado, por eso tampoco puede decirse que los nueve guerrilleros muertos entre el 21 y 22 de septiembre no fueron muertos en combate, tal vez no tuvieron tiempo de responder al fuego, pero una emboscada hace parte de la guerra y en esa guerra murieron. Policías muertos en Guaviare y Putumayo, soldados muertos en el Cauca y Arauca; comandantes guerrilleros, oficiales, suboficiales entre tantos más, son el precio que sigue pagando esta patria por la arrogancia y la soberbia de los que disfrutan los beneficios de ser el privilegiado que decide sobre la vida de los demás, de ser el privilegiado que puede mantener la gente lo suficientemente ignorante como para que crea que los temores y terrores de esos privilegiados son sus propios terrores, mientras celebra que ya no hay quien asole las carreteras que conducen a las fincas que no son suyas, sin fijarse que su plato está vacío y sus enfermedades no suscitan el mismo interés que las prótesis mamarias de Laura Acuña.

Es el otro principio del otro fin de las mismas FARC, ahora sí, últimos días, acérquense para que lo vean en primera fila y después no diga que no le avisamos. El circo de la guerra que divierte tanto a los padres de la patria cuesta 11.057 millones de DÓLARES del presupuesto nacional en 2010 (que está por encima de la educación y la salud) y tiene a 437.164 mujeres y 446.432 hombres entre los 16 y los 49 años como pie de fuerza; 883.596 personas cuya función prioritaria es acabar con una guerrilla que tiene según las cuentas del mismo estado 8.000 miembros, lo que hace el conflicto bastante desigual en las cifras por un lado y bastante vulnerables a “las instituciones legalmente constituidas” por el otro para que el 0.02% de la población en armas requiera semejante despliegue de fuerza para que no desestabilice a todo un país lleno de gentes honorables.

Lo triste de todo es que al estado este país le quedó grande, no han podido acabar con la guerrilla aun cuando la fuerza pública está dedicada casi exclusivamente a esa tarea, pues todas las otras están abandonadas: la inseguridad en las ciudades es cada día más aguda, la delincuencia se organiza, se desorganiza y se reorganiza a su antojo, ya ni los paramilitares que tanta utilidad prestaron a gobiernos anteriores son capaces de sostener la “calma chicha” que levantó la cortina de humo de la seguridad democrática en las ciudades de Colombia, se destapó la olla y las ambiciones alimentadas por ocho años de tener la sartén por el mango se caldean con el cambio del comandante apertrechado en el Palacio de Nariño.

Sí, es cierto, el ejército colombiano mató al Mono Jojoy, hace dos años mató a Raúl Reyes, hace otros tantos mató a Buendía, hace más mató a Hernando González y aún más a Guadalupe Salcedo y a Jacobo Prías Alape conocido como Charro Negro, muertes que han sido, cada una en su momento, una clara muestra de la debilidad de la guerrilla y lo cerca que está su fin, de eso ya mas de 50 años.

Desafortunadamente la guerra sigue y la muerte pone a ganar a los padres de la patria, unos padres que enfermamente mienten y niegan la muerte de sus “hijos” en los combates, crean símbolos caninos para esconder sus soldados muertos y sus aviones derribados, para esconder el uso de fósforo blanco como arma prohibida por la comunidad internacional a la que acuden con pasión para que condene a quien los desenmascare… lo que sea con tal de quedar bien peinados en la foto hoy, no importa que se despeinen mañana como le está ocurriendo al ya casi proscrito ex héroe patrio Álvaro Uribe.

Ahí están las fichas en la mesa y hoy se ven muchos que a pies juntillas afirman que con Briceño muere “el ala guerrerista” de las FARC, mostrando su bien guardado desprecio por el campesinado, creyendo imposible que una persona de humilde origen pudiera ser un sujeto político con el país en la cabeza y que, de acuerdo con sus razones, sabía exactamente hacia donde dirigir sus pasos; pues aquellos se equivocan tanto o más que quienes afirman que ahora en las FARC queda el “ala política” liderada por Alfonso Cano que considera menos la guerra, que está más cerca de la entrega; en lo que tienen razón es que Cano es un político y como político que es, tiene bastante claro cuál es la función de la guerra en las circunstancias actuales, sobre todo cuando ésta es generosamente alimentada por tanta desigualdad e injusticia y un estado en abosoluta descomposición.